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Las últimas veces

Hace unos días, compartí en stories de Instagram una foto de una ventanilla de avión sobrevolando los Alpes nevados. Era un recuerdo de hace un año, de la última vez que monté en avión. Comenzaba febrero y, después de muchos años intentándolo, habíamos cuadrado una fecha para volver a viajar (casi)todas juntas, como cuando teníamos menos responsabilidades y era más fácil ponernos de acuerdo.

No tengo muchos recuerdos de los ratos que paso en los aviones. Suelo aprovechar para dormir o leer. Sin embargo, de aquel vuelo recuerdo casi todo. C. y yo decidimos que era una buena idea pedirnos unas botellitas de vino (sí, de las que te cobran seis euros mínimo por un par de sorbos) y comprobar si era verdad que, desde las alturas, una se emborracha con poco. No hicimos un Melendi, pero porque el vuelo solo duraba un par de horas.

Y es que de la última vez que cogí un avión ya ha pasado un año. De la última vez que estuve en un bar bailando rodeada de mucha gente (demasiada pensaría en aquel momento, feliz si me dieran a elegir ahora) va a hacer un año en cuestión de días. De la última vez que fui a un concierto. De la última vez que di dos besos para saludar. De la última vez de “las cosas normales”, que ahora son “las cosas de antes”. De todo lo bueno empieza a hacer un año que pasó.

Un montón de últimas veces que se nos están cayendo encima como un castillo de naipes.

Lo peor de las últimas veces es que, mientras las estás viviendo, (casi)nunca te das cuenta de eso, de que es una última vez. Y las vives, sí, y seguramente también las disfrutes, pero si nos hubieran dicho que eran nuestras últimas veces, ¿las habríamos vivido igual? 

De haberlo sabido, es probable que en lugar de volver a casa a las cuatro, hubiéramos decidido no dormir en aquella última fiesta. Posiblemente habríamos dejado de grabar con el móvil en aquel concierto para gritar más alto aquella canción, para saltar y bailar un poquito más, para abrazar y besar hasta perder la cuenta.

Pero, ¿sabes que creo? Que de saberlo, el sentimiento de nostalgia habría ganado la batalla y se habría adelantado haciendo que esas cosas normales dejaran de serlo antes de tiempo, porque habríamos sabido con antelación que tenían los días contados.

Nunca me han gustado las cosas con fecha de caducidad. Es más, nunca hago caso a la fecha de los yogures que no sé cómo me lo monto pero siempre llega antes de que me los coma (de momento he sobrevivido a ello).  

Posiblemente todo sería más fácil si supiéramos que hay un final para todo y cuándo es ese final. Dejaríamos de lado las cosas sin importancia, las inseguridades, las discusiones…

Pero, ¿qué pasaría con los sueños? Lo bueno de no tener fecha de caducidad es que nos permite seguir soñando. Soñando con que aquellas veces no fueron las últimas y que todas aquellas “cosas de antes” volverán a ser «las cosas normales”.

Soñando con que esta vez sí, está vez no será la última vez y tendremos un para siempre. Aunque como le dijo el Conejo Blanco a Alicia: “algunos para siempre solo duran un segundo”.

M.

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