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A veces reírse es lo más serio

Superar una relación nunca fue fácil. Quieres avanzar y al mismo tiempo retroceder a ese momento en que todo se torció. Miras hacia atrás y te preguntas qué fue mal, en qué te equivocaste o en qué se equivocó él. Y, tras varias noches sin dormir, no por insomnio sino por ausencia, finalmente llegas a la conclusión de que, a veces, no hay culpas, simplemente pasó lo que siempre pasa: la vida. Y con ella, se jodió la cosa.

Todo el mundo me dice que son fases. Yo no sé si estoy pasando por todas ellas, por alguna o por todas a la vez: lloras, te enfadas, entiendes, no entiendes, lo aceptas, no lo aceptas, e, incluso, todo al mismo tiempo. En una misma conversación con mis amigas puedo decirles que lo echo de menos y a las dos siguientes frases decir que en el fondo estoy mejor así y realmente pensarlo.

Pero esta etapa también tiene una parte bonita, una parte que te debes a ti misma, en la que te reinventas y te reconstruyes. Estos últimos meses he redescubierto sensaciones, emociones que tenía algo oxidadas. Me he dado cuenta de que se me había olvidado lo que era conocer a otras personas de las que podía sentirme atraída y sentirme libre y bien por ello; o, más bien, se me había olvidado que esas sensaciones me gustaban: el tonteo en un bar, las sonrisas escondidas en un vaso de cubata, las miradas disimuladas entre la gente bailando, conversaciones triviales que no quieres que se acaben, aunque estés hablando de una grúa de construcción.

Alguien especial me dijo una vez: “es complicado, pero el tiempo, buena compañía y algo de salud mental acaban curándolo todo”. Y creo que tiene razón. Llega un día que consigues empezar a ordenar tus sentimientos y te das cuenta de que tú también eras feliz antes de conocer a tu ex. Que eras alguien con sueños, seguramente otros, pero igual de buenos o mejores; porque la vida, como decía John Lennon, es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes. Y, cuando te das cuenta de esto, a pesar de algún que otro rato amargo, en el fondo, sabes que estás avanzando, que estás sanando.

Y un día te sorprendes sonriéndole al móvil y no precisamente porque te haya escrito tu ex. Quieres salir de fiesta para encontrarte “casualmente” con alguien. Quieres viajar con tus amigas, echar unas cañas, comer por ahí, bailar hasta que sale el sol, ver una película de amor sin que te duela, y reír, quieres reír sin parar.

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Y, así, la noche menos pensada estás besando otros labios y sienta genial esa libertad de no tener que dar cuentas a nadie y disfrutar de esa noche sin importar si sale el sol o no. No hace falta hablar de nada en concreto, no hay preguntas, esa noche es para divertirse. Escondes en un pequeño huequecito de tu mente todas las dudas y los recuerdos y te sientes libre. Y lo bueno de la libertad es que engancha.

Así que, esa noche bailamos, bebimos, nos besamos, volvimos a bailar y nos volvimos a besar. Pero sobre todo reímos. Fue algo tan natural que me pregunté: ¿cómo no me había dado cuenta de que tan solo necesitaba volver a reír así, sin importar qué, cómo, ni dónde?

Y no hablo de amor, sino de algo mucho más sencillo y que ayuda a sanar. Hablo de la posibilidad de sentir cosas para las que no hay una sola etiqueta: amistad, cariño, felicidad, atracción, libertad… Esa sensación de sentirte deseada y no porque te lo estés imaginando sino porque él también tiene el valor de decírtelo y de demostrarte que la vida sigue, que tu vida sigue, que mi vida seguía, que no se había acabado con los abrazos de mi ex, con sus palabras al oído, con sus besos detrás de la oreja. Que otra persona podía hacerme sentir algo. Y, sí, hubo besos, y abrazos y palabras al oído y sexo, claro que hubo sexo. Pero cuando pienso en esa noche lo que más recuerdo son las risas. Porque a veces reírse es lo más serio.

M.

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