Postales

Un fémur fracturado

Estos días, está corriendo por las redes y en infinidad de artículos de opinión una reflexión que hizo en su día la antropóloga Margaret Mead y que fue recogida en el libro The Best Care Possible: A Physician’s Quest to Transform Care Through the End of Life de Ira Byock, experto en medicina paliativa.

La reflexión cuenta que hace algún tiempo, alguien (hablan de un estudiante) le preguntó a esta antropóloga cuál creía que era el primer signo de civilización en una cultura. Ella no habló de anzuelos, herramientas de caza, objetos rituales…, sino que su respuesta fue: un hueso del muslo humano con una fractura curada encontrada en un sitio arqueológico de 15 000 años de antigüedad. Un fémur fracturado que había sanado.

Mead señaló que en el reino animal, si te rompes una pierna, no sobrevives, no puedes alimentarte y es muy fácil que puedas ser atacado por cualquier otro animal. Sin embargo, encontrar ese fémur fracturado y sanado quiere decir que alguien cuidó de esa persona, le dio alimento y agua y lo protegió de los posibles peligros.

Para Margaret, el primer signo de una civilización está en el cuidado del resto del grupo a alguien que esté necesitado y eso se pudo evidenciar a través de un hueso roto de más de 15 000 años de antigüedad.

No es casual que una reflexión así haya sido recuperada en un momento como este. En un mundo individualista en el que parece que cada uno vamos a nuestra marcha, centrándonos en nuestro trabajo, nuestra casa, nuestras ganancias, nuestra vida…, un bichillo que no podemos ni ver nos ha hecho parar, nos ha recluido en casa. Y hemos vuelto a ese punto de partida, a ese primer signo de civilización: sin el cuidado de los demás no somos nadie, no podemos sobrevivir.

Vaya cura de humildad. Hemos tenido que volver a poner los pies en el suelo y darnos cuenta de que solos no somos nada. Nos necesitamos. Necesitamos a ese basurero que pasaba inadvertido en nuestro camino a la oficina; a ese reponedor del supermercado que, sin decirle un buenos días y con prisas, le hemos preguntado tantas veces por el lugar de la sal o el aceite; a ese policía, guardia o militar que igual puede montarte un hospital, desinfectarte una ciudad o animar a los niños que pasan la cuarentena en casa.

A los farmacéuticos, fisioterapeutas, repartidores, transportistas, trabajadores de bancos, agricultores y todas aquellas personas que tienen que salir de sus casas, que más que nunca son, ahora, un refugio.

También a los que nos quedamos en casa en un acto masivo de solidaridad, porque no solo nos quedamos por nosotros mismos, lo hacemos por cuidar el resto, por evitar un colapso, por evitar contagios. Nos estamos quedando para cuidarnos, yo lo hago por ti y tú lo haces por mí, y esto, que suena tan sencillo, también está salvando vidas.

Necesitamos a ese vecino que no conocíamos ni su nombre y hoy va piso por piso llevándole la compra a aquellos más vulnerables o al que prepara una fiesta sorpresa de balcón en balcón porque es el cumpleaños del vecino del quinto. A esas personas que por redes intentan hacer más llevadero este confinamiento compartiendo música, deporte, magia, poesía…

A esos científicos que acumulan horas de sueño para encontrar la solución a este problema que nos ha pillado desnudos y despistados.

Y, por supuesto, a nuestros héroes actuales, los soldados en esta guerra, nuestros sanitarios. A los que han enviado a primera línea de batalla sin armas ni protección, pero que están aguantando y salvando miles de vidas. Los que son más carne de cañón que superhéroes. Porque son simples personas, como tú o como yo, con sus miedos, sus debilidades, su angustia, su temor a contagiarse o más aún a contagiar a su familia, su tristeza por no poder volver a casa y por tener que tomar decisiones desgarradoras. Y, a pesar de todo, no se rinden.

Están mirando a la muerte cara a cara todos los días, conviven con ella, y además se convierten en esos familiares que no pueden despedirse, dando ese último adiós por ellos. Y todo eso pesa hoy, pesará mañana y supongo que siempre.

Todos se merecen los aplausos que, cada tarde a las 8, resuenan en los balcones y las canciones y estos textos de agradecimiento que inundan las redes. Pero ¿sabéis que es lo que de verdad merecen? Memoria. No olvidar, cuando todo pase, quiénes fueron nuestros héroes y heroínas. No olvidar quiénes estuvieron al pie del cañón, quiénes ayudaron a vencer, porque venceremos, claro que venceremos.

Ellos nos van a sacar de esta, así que, cuando todo acabe, ayudémosles en su propia lucha.

M.

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *